José Luis Ruiz del Puerto
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El paso del Romanticismo del siglo XIX hasta el Modernismo del siglo XX fue el resultado de un proceso histórico que se extendió de forma gradual sobre un amplio período. Si la figura del intérprete y compositor Francisco Tárrega (1852-1909) fue decisiva para la revitalización de una guitarra que a mediados del siglo XIX se encontraba en plena decadencia, el maestro Andrés Segovia (1893-1987), fue quien protagonizaría su expansión e inclusión definitiva en los circuitos musicales internacionales en un siglo XX que, sin lugar a dudas, estaría presidido y dirigido por su propia trayectoria artística.
La larga y fecunda vida musical del maestro Segovia le permitió asistir de cerca a una época trascendental en la historia de la humanidad. En ella se sucedieron cambios, avances y hechos que supusieron reflexiones en todos los órdenes sociales: políticos, económicos, artísticos…
Los compositores de finales del siglo XIX explotaron de forma exagerada los niveles de cromatismo y ambigüedad tonal. La música se acercó a un estado de cambio continuo dentro del cual los límites formales se ampliaron muchísimo e incluso llegaron a erradicarse totalmente. El siglo XX por lo tanto heredó un sistema tonal que cuestionaba sus propias bases y evolucionaba hacia su total destrucción.
En ese proceso de cambio, una gran personalidad musical vendría a romper con el sistema tonal clásico: Arnold Schoenberg (1874-1951). En 1908 se apartó definitivamente de la música tonal y evolucionó hacia la creación del llamado sistema dodecafónico que a través de la técnica serial significó un cambio radical en el tratamiento del material musical. A principios de los años 20 este nuevo sistema estaba plenamente establecido y se materializó principalmente en la llamada Escuela de Viena, formada por el propio Schoenberg y sus alumnos Anton Webern (1883-1945) y Alban Berg (1885-1935).
La caída de la tonalidad tradicional trajo consigo nuevos principios de organización y como en todos los procesos de cambio, diversas corrientes y tendencias compartieron el mismo momento y es por ello que muchos compositores a principios del siglo XX, continuaron escribiendo música tonal de forma tradicional y otros experimentaron nuevos tipos de organización a través de medios o sistemas atonales basados en diferentes sistemas de composición.
Conviven estéticamente los partidarios del dodecafonismo, del clasicismo francés (Debussy, Ravel), del neoclasicismo nacionalista (Bartok, Stravinsky, Manuel de Falla, Isaac Albéniz) y de otra serie de movimientos que en definitiva buscaban una salida coherente a este período de ruptura.
El cambio fundamental que se produce con la llegada del siglo XX en el mundo de la creación guitarrística, es la aparición del compositor no guitarrista que, lejos de encerrarse en los criterios puramente instrumentales, se encuentra con una guitarra que está en una fase de gran madurez y que, por lo tanto, le permite desarrollar su línea estética y formal. Involuntariamente este hecho consigue provocar nuevos replanteamientos técnicos y trae como consecuencia la paulatina inclusión de la guitarra en ambientes musicales no específicamente guitarrísticos. También propicia su encuentro con un período musical del que puede ser voz y ejemplo a seguir. Hasta el siglo XIX el compositor-guitarrista, era la figura compositiva esencial en el ámbito creativo de la música para guitarra. Esta tradición, que se venía heredando desde siglos atrás, trajo como consecuencia la aparición de un tipo de escritura musical y un repertorio que reflejaba principalmente los aspectos técnicos de un instrumento en plena evolución.
Este cambio importantísimo y sustancial en la historia de la guitarra estuvo encarnado principalmente en la figura de un guitarrista: Andrés Segovia. El maestro Segovia se propuso, sin prejuicios, reformar y ampliar sustancialmente el repertorio, a través del acercamiento a los compositores de su época y de la recuperación de una literatura histórica de calidad.
Logró cambiar la línea interpretativa que a principios de siglo XX acostumbraba a incluir en los programas de concierto obras de los propios guitarristas junto a un gran número de transcripciones. Lo hizo en favor de un repertorio en el que se combinaban de forma muy inteligente, obras de los grandes guitarristas del pasado con una progresiva incorporación de nuevos creadores. De este modo fue ganándose el puesto de máximo representante de la modernidad en la guitarra.
En los años 20 ya era considerado un excelente concertista, actuaba habitualmente en salas de concierto internacionales y había logrado entusiasmar a un público aficionado a la música que aplaudía sus interpretaciones. También había conquistado a una serie de compositores que vieron en él la privilegiada oportunidad de poder estrenar sus obras por todo el mundo.
Es necesario indicar que sus inclinaciones estéticas siempre se situaron dentro de un conservadurismo musical y rechazaba todos aquellos lenguajes que se alejaban del mundo tonal. Por ello, los nombres de los compositores que le acompañaron a lo largo de su vida musical, se situaron en estéticas muy cercanas a la tradición.
Compositores como Torroba, Turina, Mompou, Villalobos, Ponce, Tansman, Castelnuovo-Tedesco… forman parte de una larga lista de autores que, gracias al empeño del maestro, dedicaron una buena parte de su producción musical a la guitarra. El repertorio que compusieron constituye una de las mayores aportaciones a la literatura musical que ha tenido la guitarra a lo largo de su historia.
Las palabras del propio maestro Segovia resumen a la perfección su voluntad:
«Estaba más convencido que nunca de que tenía que liberar la guitarra de tales carceleros, creando un repertorio totalmente abierto, que terminara de una vez con la exclusividad de aquellas joyas heredadas. Pensé ir a Joaquín Turina, a Manuel de Falla y a otros famosos compositores… Yo actuaría como su guía a través del laberinto de la técnica de la guitarra. Vería que sus ideas musicales daban vida al instrumento. Me convencí al momento de que ellos se convertirían en firmes creyentes de la guitarra.»
Su fuerte personalidad se hizo patente en su relación con los compositores que escucharon atentos y favorecieron sus exigencias musicales, en virtud de la creación de una literatura musical compuesta adecuadamente para la guitarra. En más de una ocasión sus consejos musicales se convirtieron en líneas compositivas a desarrollar por los propios creadores.
Ejemplos de esta relación intérprete-compositor son los siguientes fragmentos de unas cartas dirigidas a Manuel M. Ponce:
«Si tienes borrador del primer tiempo de la sonata, haz un mero puente para ir al segundo tema. Escribe también un gracioso diseño sobre la rentrée al tema principal, después del desarrollo y haz más extenso éste, sin tocar para nada lo que ya está escrito, que me gusta mucho. Tal vez otra coda. No quiero que haya desnivel entre el primer tiempo de la sonata y el último, quiero que ambos sean igualmente importantes.
«La suite está en dedos. Es preciosa y pienso tocarla en Nueva York el 8. Pero necesito otra gigue…La que me hiciste es demasiado inocentona para finalizar. Ponte un cuarto de hora al piano y hazme una toda en arpegios, con unas notitas, destacadas, de melodías unas veces arriba y otras en el bajo…»
El espíritu decidido que animó siempre a Andrés Segovia y su confianza en la guitarra, ganaron la batalla contra todos los prejuicios que existían sobre las limitaciones y la reputación de un instrumento que hacía poco que había dejado de ser asiduo de pequeños salones y testigo fiel de las más variadas tertulias. Logró dignificarlo y elevarlo de categoría demostrando en cada concierto la variedad de matices expresivos y tímbricos, la amplia literatura musical y las enormes posibilidades que podía ofrecer a los compositores que desearan expresarse a través de ella.
Como verdadero virtuoso de su instrumento y auténtico líder de toda una generación, Segovia tuvo en su mano la posibilidad de dirigir, en gran medida, la línea estética compositiva que seguiría la guitarra durante este siglo.
Lo cierto es que para la guitarra ninguna época anterior fue tan fecunda como ésta. El siglo XX representa su auténtico siglo de oro creativo en el que además de muchas innovaciones musicales, finalmente han ido incorporándose las nuevas tecnologías y los nuevos procesos de generación del sonido a través de la electrónica y la informática.
Un hecho muy importante es que en este siglo pasamos de tener en nuestras manos exclusivamente «piezas guitarrísticas» para contar además con un repertorio de «piezas para guitarra», en las que la preposición «para» significa exigible «con» y donde la utilización y desarrollo de los valores formales de la música puede traspasar el mismo instrumento.
Una de las características más importantes que definen la evolución de la música en el siglo XX es la pluralidad. Desde la ruptura con los esquemas armónicos y formales tradicionales y la adopción de lenguajes atonales, en ninguna otra etapa de la historia de la música se abrieron tantos frentes estéticos como en este siglo: serialismo, dodecafonismo, politonalismo, neoclasicismo, constructivismo, música concreta, música abierta, aleatoriedad, música electrónica, minimalismo… Todas estas denominaciones tratan de acotar parcelas estéticas comunes dentro de un mundo musical y artístico cambiante y ecléctico, en el que el movimiento y el cambio son continuos y se suceden y superponen entre sí.
La libertad del creador se materializa a través de lenguajes que son cada vez más unipersonales y por tanto muy específicos. Ello crea un cúmulo inmenso de propuestas sonoras, máxime cuando en muchas ocasiones, el propio compositor experimenta y participa normalmente de distintos enfoques estéticos en búsqueda de un mensaje más coherente y sincero. La aparición de la música concreta, electrónica y las posibilidades que el ordenador, al servicio de la música, permiten hoy en día, abren nuevos horizontes a la música y llevan a la creación de universos sonoros con una coherencia histórica con el momento presente indudable.
En la actualidad asistimos a una globalización cultural que influye y se refleja en todas las artes. La información viaja muy rápidamente y se consumen de forma fugaz todo tipo de modas y tendencias que a su vez se interrelacionan y se potencian o se anulan. La rapidez con la que los estilos se agotan o extinguen es tan intensa que seguir la línea compositiva de un autor se convierte a veces en una tarea difícil. Se han acabado las épocas en las que un estilo musical imperaba durante décadas o incluso más de un siglo. El compositor de épocas pasadas se movía en un orden colectivo único: la tonalidad, sin embargo, hoy en día ese sometimiento se ha sustituido por un gobierno regido por la diversidad y la atomización de los lenguajes.
En el momento presente todavía es pronto para hacer un balance o resumen de todo el siglo XX, aún más aventurado sería predecir hacia dónde se dirigirán los nuevos caminos estéticos. Sin embargo, lo que sí que podrán decir los teóricos e historiadores con claridad, es que ese profundo eclecticismo será uno de los rasgos esenciales que diferenciarán nuestra época de otras vividas con anterioridad.
El compositor actual no sólo se enfrenta ante las dificultades inherentes al arte de la creación musical, de saber dar forma musical a sus sentimientos y sensaciones, sino que se ve casi en la obligación de inventar el lenguaje que pueda servirle para sustentar dicho proceso creativo. Esto convierte muchas veces a los autores en pequeñas islas sonoras sólo entendibles por los muy especializados.
Quizás todos esos terrenos artísticos podrán dibujar un mapa bien definido en un futuro próximo. Lo que sí que es cierto es que, de momento, el público en general e incluso en muchas ocasiones el propio melómano, están totalmente ausentes de esta evolución y no participan en la medida que les podría corresponder si vivieran en una época menos mediatizada por una música de consumo «fácil». La explotación masiva de distintos géneros de música con fines esencialmente comerciales, provoca también la diversificación del gusto de un público que, ante la diversidad que el actualmente se le ofrece, le resulta difícil poder discriminar.
En este mundo sumergido en estilos de vida tan estresantes y cambiantes, el compositor creativo tiene que hacer un tremendo esfuerzo para tener «voz». Su camino es aún más arduo y difícil pero a la vez más necesario e imprescindible que nunca.
El siglo XX ha supuesto para la guitarra su consolidación dentro de los circuitos musicales internacionales. En la parcela creativa buena parte de los compositores más relevantes han explorado sus posibilidades expresivas. La oportunidad de trabajar al lado de excelentes intérpretes ha permitido crear binomios creativos tan interesantes como los que formó Andrés Segovia con los compositores citados anteriormente o los que propició Julian Bream con Britten, Dodgson, Walton…
Otros intérpretes que se unen a esta lista de estrechos enlaces entre creador y público son John Williams, Manuel Barrueco, David Starobin, Gabriel Estarellas, Magnus Anderson… verdaderos «promotores» del avance creativo que ha logrado la guitarra en estos últimos años.
También la pluralidad, la apertura de ideas y los avances que ofrecen la electrónica y la informática han calado hondo en el mundo de la guitarra. Tanto la interpretación como la composición son ejemplos de ese eclecticismo antes aludido. La mezcla o fusión de estilos y la convivencia de tradición y vanguardia son el terreno habitual sobre el que se desarrolla la guitarra de nuestros días que, junto con la convivencia de varios tipos de «guitarras» que explotan lenguajes muy diferentes, le dan un amplio abanico estético.
El público tiene ante sí un impresionante crisol de posibilidades para satisfacer los gustos más variados. Le toca a él decidir y disfrutar. Para ello nada mejor que conocer y comprender el mundo que le rodea. Como decía Kandinsky: «comprender es formar y atraer al espectador al punto de vista del artista».
José Luis Ruiz del Puerto
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